Por Br. Valeria Sáenz Chaires
Era una tarde lluviosa, de aquellas que te hacen entrar en
un estado de melancolía, en la que tu vida transcurre como los granos en un
reloj de arena, aquellas en las que se necesita un abrazo que abriga para no
perder la cordura.
Alex deseaba escapar; las situaciones del día anterior lo
hicieron caer en la profundidad de un ataúd, sentía que su vida se le escapaba
como el agua inasible entre sus dedos.
Salió, ya no podía
permanecer en esa habitación. El tic tac del reloj cucú era como campanadas que
martillaban en lo más escondido de su cerebro, sonido del cual no podía escapar
por más que corría.
En la calle, el agua caía sobre sus hombros y el viento
invisible para él pegaba tan fuerte en su rostro que lo hacía sentir vivo…no
podía creer la crueldad de la ambición humana.
Cuando la lluvia empeoró, buscó refugio y el brillo de sus
binoculares señalaron un restaurante llamado
el coco flotante, pero al percatarse de
que no tenía dinero para comer (su estómago rugía exigiendo alimento)
decidió tocar algo con su guitarra desafinada y su plumilla de la suerte, podía
ser estruendoso pero junto a su voz creaba una armonía tan delicada que uno se
sentía navegar en las aguas de Venecia.
En los 3 minutos que duró la canción, alcanzó tocar la
inmortalidad con sus dedos, pero cuando
los aplausos terminaron con el silencio de la nota final, los recuerdos se
agolparon en su mente y no pudo más que huir.
El día había transcurrido normal, salido de un sueño increíble;
pero ahí ante las miradas de todos, ante
un ruido que para él era ensordecedor, recordó todo lo que había sepultado en
el interior de su memoria.
La recordó a ella, con sus labios rojo fresa, el idealismo
de un cronopio y una melodía de rock en inglés en su cabeza, era ella. Cuando
la vio en la parada del autobús, y sus
miradas se cruzaron, fue como una conexión de bluetooth que ingresó su figura y
la grabó en su corazón.
Margarita era bella, sus gustos eran tan compatibles ¿quién
más disfrutaba de tortillas con frijol en una sucia sartén acompañada de un
helado de maracuyá como desayuno? Nadie, era obvio que eran el uno para el
otro.
Alex solía pensar en un viaje por el mundo, ir a Australia
para ver los canguros a los que
Margarita soñaba conocer o ir al encuentro del Lamassú , personaje que ella
tenía tatuado en su espalda y que Alex solía observar mientras ella dormía. Sí,
eso era destino. Eso era amor.
Es por eso que cuando atravesó la puerta cuya textura porosa
conocía tan bien, y la vio sentada, leyendo acerca del arca de la alianza, no
podía creer la expresión de horror en su rostro, los gritos, no entendía porque ella gritaba: “¿Quién
eres tú? ¿Cómo entraste?” No. El rechazo
lo enloqueció y tomó las tijeras de la mesa y dio fin a sus gritos. Fue tan fácil como cortar un pedazo de
cartón. Fue tan fácil como tener una ilusión rota.